Escribí este artículo en noviembre de 2017 a pedido de mi editor Gonzalo Sánchez en Clarín. Por esto y aquello la nota fue quedando y al final no salió. Desde entonces la he tenido en mente. Tiene 3 años de antigüedad, pero seguramente algunas cosas se mantienen y la historia vale la pena.
Por Claudio Andrade
Para James Leckie atender a sus enfermos implica cruzar montañas. No es una metáfora, es un hecho. Este médico rural de origen escocés tiene la misión de atender a un puñado de 800 almas que viven repartidas en una de las zonas más agrestes de la Patagonia: el valle de El Manso, un territorio que abarca los parajes del Foyel, Río Villegas, Manso Inferior y Paso León en la frontera con Chile. Entre el primero y el último hay cerca de 100 kilómetros que Leckie recorre diariamente para curar heridas, tratar enfermedades de distinta complejidad o dar consejos de higiene y alimentación. Su figura excede largamente la de un médico tradicional.
Hace dos semanas y por primera vez en la historia, esta inhóspita región de la provincia de Río Negro, lo tiene como médico 100% dedicado a sus pobladores. Vive como ellos, entre picos nevados, bosques frondosos, lagos e intensos caudales de agua.
Los pacientes de Leckie no llegan por sí solos hasta su consultorio. El es ambas cosas a la vez. Para auscultarlos debe andar a través de rutas casi secretas solo conocidas entre mapuches y baqueanos, huellas construidas por el paso incesante de los animales o estrechos caminos rurales de puro ripio. Lo hace como puede. A veces en una destartalada camioneta F100 modelo 1977 que le procura la provincia, en otras a pie y cada tanto a caballo cuando el terreno se vuelve imposible.
La voz sosegada y tersa del doctor es una carta de presentación en un mundo donde el silencio constituye un patrimonio valioso y una forma de hacerse entender. Al interior de los hogares humildes, construidos con madera y piedras, donde siempre hay un fuego encendido y un mate a la mano, las palabras salen con tirabuzón. “Acá no podés entrar y salir de una casa de inmediato, es muy agresivo. La gente lo tomaría mal. Hay que charlar, respetar los tiempos y que las cosas que tengan para decirte vayan saliendo, así vas a entender mucho mejor el origen de sus problemas”, le explica a Clarín que lo acompañó durante una de sus extensas recorridas visitando pacientes entre Foyel, río Villegas y El Manso Inferior. “Yo soy médico rural, no generalista u otra denominación, médico rural”, subraya Leckie.
Estudió en la Universidad del Nordelta pero se crió en territorios por los que pocos han pasado en la provincia de Corrientes. “Mi padre trabajaba para los ingleses y en una oportunidad le pagaron con un campo. Teníamos que hacer un viaje largo para llegar y laburarlo, había que cruzar en balsa”, recuerda. Sin embargo, la Patagonia es su verdadero hogar. Todo el extremo sur lo es.
Entre 1998 y 2010 el médico trabajó en el Hospital de El Bolsón donde se volvió conocido y querido por los pobladores de la Comarca Andina. Una de sus actividades consistía en recorrer los parajes aunque no de modo exclusivo. Fue entonces cuando trabó amistad con los baqueanos que lo aceptaron en sus refugios, entre perros y atados a costumbres donde se enlazan la cultura mapuche con la criolla hasta un punto irreconocible. Después se marchó a Ushuaia porque “lo extremo” es una palabra que lo define cuerpo entero. Hasta que hace unos meses un llamado lo tentó con volver con el propósito de dedicarse por entero a los vecinos de El Manso y sus parajes.

“Tenés un cuadro viral, sabés. Tenés que comer arroz con queso o fideos con queso. Comé poquito por ahora”, le indica con delicadeza y paciencia a un nena, Ximena, que llegó con su madre aquejada de dolor de garganta, vómitos y un poco asustada. Son cerca de las 8 de la mañana y la menor es su primer paciente del día. Acaba de arribar de El Manso Inferior en la camioneta de 6 cilindros que ha soportado décadas de batallas. Apenas si pudo cruzar el río, que está muy subido, cuenta. Quedarse atascado en un caudal o con la chata tirada en una huella de montaña, no es nada raro para el doctor.
“Acá todos conocen a “Lequi”, anda de acá para allá sanando a la gente. Nosotros tenemos mucho problemas de nervios, de estrés”, relata Lucho que avanza por la calle principal de Río Villegas con una motosierra al hombro como si no pesara nada. Su comentario es jocoso, irónico pero ni un solo gesto de su cara delata la broma. Nervios en el paraíso.
“No hay internet, ni teléfonos, ni comunicaciones con handy porque se rompió hace 3 años la antena de Sierra Chata y nunca la arreglaron. Estoy yo, dos enfermeros y dos asistentes sanitarios pero si nos quieren ubicar de urgencia no hay cómo”, explica Leckie que no pierde las esperanzas de que con su llegada también arriben algunas comodidades. “Si hay médico pero no podés contactarlo tampoco sirve mucho. La camioneta tiene 40 años y en realidad lo que necesitamos en una moto para poder acudir a todas las zonas”, indica.
El doctor reconoce que por las noches vuelve a los libros y repasa conceptos. Vive en el Manso Inferior en una minúscula cabaña que le alquila a unos vecinos del lugar. Su existencia está marcada por el lujo monacal. Nada que no sea imprescindible le pertenece o se mantiene junto a él.
“Estas comunidades son más sanas que el promedio porque las personas se cuidan entre si, porque dependen uno del otro y tienen un propósito. Trabajar todos los días con el cuerpo, llevar adelante a su familia, no tienen tiempo para angustiarse”, señala.
Leckie guarda recuerdos, anécdotas y cuadros sintomatológicos de todos los que visitan él y el asistente sanitario Gerardo Carro. Los conoce por nombre y apellido, sabe, por supuesto, quiénes son sus hijos, pero también sus primos, sus amigos y qué “puentes” o “picadas” cruzan para llegar hasta donde sea que necesiten ir. “¿Cómo Anda el Víctor?”, le pregunta a Gladys Candia, histórica vecina de río Villegas y propietaria del famoso cerro Fortaleza en Foyel. “Ahí anda en el campo”, acota ella en referencia a su marido. Entonces la conversación adquiere el tono irónico y con toques de humor negro tan típico de la Patagonia. “Ahora está sordo, ¿vio que tenía problemas con un oído? Bueno, un día se despertó sordo. Ahí no más le agarró tanta bronca que le agarró un preinfarto y ahora anda con mareos, se cae, y no puede caminar bien porque se quebró la cadera y con el tema de la diabetes…Y estuvo preocupado por el Lucas, ¿vio que el Lucas se cayó con su camión desde un puente a 30 metros?”, resume ella las tragedias de la familia. Lucas es su hijo de 25 años que salió en los diarios. Milagrosamente salvó ileso. “¿Pero el Víctor está sordo o se hace?”, suma el doctor, como para poner un punto al relato sureño.
El profesional reconoce que no se toma días libres. Tampoco considera que sea necesario. “El lunes hay que estar sí o sí trabajando por cuestiones administrativas que vamos arreglando con El Bolsón, después el resto de la semana voy viendo. Esto es rural, no te agota”, es su forma decir que ejerce su mandato de lunes a lunes y que siempre comienza entre las 7 y las 8 y nunca sabe cuándo y dónde termina. Quizás en la punta de un cerro o en un bosque apenas habitado por una única persona, ovejas y pumas.
“Existe una creencia de que la gente aquí no se enferma ni se muere, pero si se mueren. Lo que sucede es que el ambiente es muy rudo y sobreviven personas con ciertas cualidades y características. Los que se adaptan mejor, los más capaces, los que tienen fuertes motivaciones para vivir. Vos ves gente grande y que son compactos, sólidos. Superan el frío, saben cuidar de sí mismos y no tienen accidentes, esos no mueren mas”, dicen con voz autorizada, mientras le toma la presión a Betty Bahamonde. Betty es sobrina de Audolia Turra, abuela centenaria que vive en El Manso. “El otro día murió alguien, era un señor que estaba haciendo rafting, un turista, era obseso el señor”, menciona Leckie.
Al rato, toma su mochila. Vuelve a los caminos perdidos y los pobladores de la soledad.